Por Carlos Andrés Mateos, publicado en www.elgatoylacaja.com.ar
Soy el mapa
Soy el mapa
Yo los puedo ayudar
A los sitios encontrar
Soy el mapa
~El mapa – Dora la Exploradora
“Al principio pasó todo muy rápido. Asado, mi hija llamando a la ambulancia, mi hija llevándome en su auto al hospital. La verdad es que yo no entendía mucho la situación. Los recuerdo muy nerviosos en la mesa, diciéndome que tenía que ir urgente al médico.
Era la primera vez que me atendían tan rápido la verdad. Me habría alegrado si no hubiera entendido que, con los hospitales saturados como estaban, eso significaba una sola cosa: ¡GRAVE!
Adentro, en una habitación blanca e impersonal con no más de una silla, un escritorio y una camilla, un chango joven de apenas 25 años me enceguecía con una linterna, me hacía sonreír y sacarle la lengua mientras me preguntaba un montón de cosas.
Todo me parecía muy innecesario e incómodo hasta que, luego de que me hicieran cerrar los ojos y subir los brazos, abrí los ojos. Ahí me avivé. Supe por qué mi hija me ayudó a levantarme para ir al auto. Supe por qué me pusieron en una silla de ruedas. Supe qué hacía ahí. Mi brazo izquierdo no estaba lo que se puede decir ‘levantado’, y yo ni cuenta me daba.”
Un ACV, eso tenía Osvaldo. Un accidente cerebrovascular provocado por un coágulo que tapó una arteria que irriga la parte derecha de su cerebro. La falta de fuerza del miembro superior izquierdo, la pérdida de sensibilidad en esa misma zona, la sonrisa irregular, la falta de reconocimiento de su patología. Era obvio ahora, todo cerraba.
−Pará, pará, pará… ¿Me estás diciendo que si te agarra un ACV del lado derecho te podés quedar sin movimiento y sin sensibilidad del lado izquierdo de tu cuerpo e incluso no darte cuenta de que estás teniendo un ACV?
−Sí, Alejandro, sí. Y repetir lo mismo que dije en tono de pregunta no lo hace una pregunta más interesante.
Cuando taparrabeábamos en el este de África, no teníamos mucha idea de qué hacía cada parte de nuestro cuerpo y la freestyleábamos. Imaginábamos glándulas hipofisarias secretoras de moco, terceros ojos en la nuca, corazones con sentimientos, dualidades, chakras energéticos. Todas cosas del pasado y que la gente superó porque no tienen ninguna clase de sustento científico y, no, que tu tía lo postee en su facebook no es evidencia suficiente. Pero bueno, en algún momento nos empezamos a dar cuenta de que el cerebro cumplía varias funciones, dejando progresivamente sin tareas administrativas al ‘alma’, al ‘espíritu’ y a varias otras cosas que ni chorrean ni se te rompen en un ACV.
Algunas funciones, a su vez, dependían de zonas muy particulares de nuestro órgano fetiche, y eso lo entendimos bien cuando empezaron a llegar personas a las que les faltaba/fallaba un pedazo. O sea, los cerebros rotos sirvieron (y siguen sirviendo) para saber cómo funcionan (en definitiva, cómo funcionamos).
Así fuimos aprendiendo qué partecitas hacían qué cosas, cómo se conectaban y, a modo de rompecabezas –y con todas las salvedades que tiene un método así–, fuimos armando un mapa del cerebro con piezas funcionales. Le pusimos ‘corteza motora’ al cacho que necesitábamos para movernos, ‘corteza visual’ a la parte que recibe la información proveniente del ojo, ‘área de lenguaje articulado’ a la región que probablemente no le funcionaba a Hodor (la que nos permite armar frases gramaticalmente complejas y no estar destinados a repetir nuestro triste apodo por siempre), y así. El mapa que quedaba, entonces, sólo definía muy bien los lugares a los que llegaban los sentidos y alguna que otra zona como las que participan del lenguaje y cierto tipo de memoria. El resto era cerebro sin funciones particulares. Pero queríamos mapear mejor, y eran varios los que disfrutaban la jodita de abrir cráneos y contemplar lo de adentro.
Para quienes nunca estuvieron mano a mano con un cerebro, permítanme contarles que es bastante tirando a fiero, con forma de pasa de uva gigante, amarilla parda y arrugada. Es mirarlo y sentir al mismo tiempo humildad, desagrado y maravilla. Pero ellos, los históricos exploradores del cerebro, veían poesía en su forma, y sobre sus protrusiones y surcos podían escribir los versos más tristes esta noche.
Uno de estos ñoños románticos sádicos imprescindibles fue el gran Korbinian Brodmann. Él, médico al momento, gustaba junto a sus colegas de agarrar cerebros, cortarlos en muchos cubitos y mirarlos al microscopio. Cerebros de personas, monos, gatos, leones, zorros, topos, ratones. Digamos que todo mamífero que sus amigos zoólogos le brindaran iba a parar al laboratorio.
Mal momento para ser mascota de un neurocientífico el siglo XX.
Tanto iba el mamífero a la mesa de disección, que en un momento se percataron de varias cosas. Primero, de que el cerebro era una mezcla de grises amarillentos no siempre muy definidos (con un par de manchones negruzcos y otros más azulados). Había grises amarillentos más oscuros y grises amarillentos más claros. Al gris más oscuro que estaba en la parte externa del cerebro y en varias zonas del centro, lo llamaron sustancia gris. Y al gris más claro que rellenaba el espacio entre la sustancia gris lo llamaron sustancia blanca (digamos SÍ a las denominaciones obvias e intuitivas que podemos recordar fácilmente). Al acercarse más (microscópicamente más), vieron que la sustancia gris estaba compuesta por la parte de las neuronas que tiene el núcleo y toda la maquinaria para hacer proteínas: el cuerpo (soma) de las neuronas. En cambio, la sustancia blanca estaba compuesta por las extensiones que utilizan las neuronas para poder comunicarse a distancia con otras neuronas: los axones.
Otra cosa que vieron es que, en la sustancia gris cortical –o sea en la corteza, la parte exterior del cerebro– , los cuerpos neuronales se disponían en capas (¡Como los ogros!). En lugares donde las funciones eran diferentes, las capas cambiaban de grosor y estructura, y las neuronas que las componían cambiaban de formas y tamaños. Entonces no sabíamos cómo funcionaba ese entramado de cuerpos y conexiones, pero sí que el cambio de forma se correspondía en muchos casos con cambios de función. También había un montón de estructuras nuevas sin función, pero bueh, problema para los científicos del futuro.
Así, para 1909, luego de cortar más sesos que el hijo imaginario de Narda y Hannibal, Brodmann sacó su mapa de la corteza cerebral definiendo como límites los cambios agudos de estas variables arquitectónicas. Un golazo, tanto que incluso es el sistema que se usa hoy en día.
Sí, usamos un mapa cerebral que se basa principalmente en la descripción arquitectónica que hizo un tipo hace 100 años. Cool, vintage. Un clásico. Un mapa que, aunque simple, comprime de alguna manera nuestra complejidad y nos ayuda a comprendernos mucho mejor.
Muy lindo, muy históricamente relevante tu Ford T, abuelo, pero ¿no tendrás algo más nuevo? Digo, ahora seguro existen formas mucho más copadas de conocer los cerebros. Algunas inclusive sin tener que recurrir a personas con déficit parcial o total de sus funciones cerebrales (y con ‘total’ me refiero al que mira las flores crecer desde abajo). No sólo pasamos del irreversible ‘entra el cuchillo, sale el cerebro’ al incómodo pero aparentemente inofensivo ‘metete en ese claustrofóbico electroimán rotatorio gigante’ para poder apreciar el cerebro en HD (Resonancia Magnética Nuclear o MRI), sino que aparte pasamos a poder ver en vivo y en directo las partes del cerebro que están funcionando sin tener que taladrar el cráneo y meter cables. Es decir, mediante la comparación del riego sanguíneo local objetivado por resonancia magnética, podemos inferir la actividad de esa zona cerebral mientras la persona realiza alguna actividad. Al realizar una determinada tarea, algunas zonas del cerebro consumen más oxígeno, entonces aumenta el flujo sanguíneo de esas zonas para suplir esa necesidad. Ese renovado flujo de sangre trae más hemoglobina oxigenada para suplir la demanda local, y es esa relación entre hemoglobina oxigenada que llegó y hemoglobina desoxigenada fruto de la actividad neuronal (gracias a sus propiedades magnéticas) la que podemos medir. A esta resonancia la llamamos Resonancia Magnética Nuclear funcional (RMNf o fMRI).
El velo de misterio finalmente se descubrió (bah, un cachito al menos) dejando entrever lo que pasa adentro nuestro, convirtiendo a muchos de nuestros neurocientíficos del equipo ’carniceros’ al equipo ’paparazzi’. Pero aún seguíamos con el mismo papiro de mapa cerebral.
Así, después de muchos ires y venires, llegó el update. Rompieron todo y lo hicieron como Zeus manda. Pasamos de cortar un cerebro a verlo vivo y en vivo. Pasamos de hacer todo el laburo a mano a enseñarles a las computadoras cómo debían procesar las imágenes (en realidad estamos aprendiendo, pero parece que venimos bastante bien). Pasamos de estimar sólo variables anatómicas a sumarles las funcionales. Pasamos de las 50 y tantas áreas de Brodmann a 180 áreas.
Ahora, lo interesante es el cómo: para lograrlo, metieron a centenares de personas en resonadores magnéticos, hicieron imágenes funcionales en reposo y en actividades particulares, y otras imágenes que designaban el grosor de la materia gris y la cantidad de mielina (una sustancia que recubre los axones). De esta forma y según estos parámetros, se dividió la corteza del cerebro en 180 parcelas. Pero para saber que un modelo se corresponde con la realidad y es robusto, tenemos que tirarle con todo, cascotearlo mucho. Si aún así sigue en pie, va a haber demostrado que no era sólo una bella casualidad (o, bueno, que hay muy pocas probabilidades de que lo sea).
Ahí fue cuando lo atacaron, en primer término, replicándolo. Para hacerlo, realizaron todo el proceso de vuelta, de cero, con la misma cantidad de cerebros. De vuelta poner centenares de personas en supermagnetos, ayudar a las computadoras y enseñarles a delimitar el cerebro. Y dio exactamente el mismo mapa, lo cual significaba que era consistente. Listo, cerremos todo acá. Fiesta fiesta, fuegos artificiales, ciencia y rock ‘n roll.
Pero ‘consistente’ no significa que este mapa –resultado de juntar un montón de imágenes y promediarlas– nos sirva para parcelar el cerebro de cada persona con sus particularidades individuales. Así de especiales y diferentes somos cada uno de los humanos. Entonces, como viene la mano, se imaginarán cómo termina la cosa: probaron el mapa individualmente en varios sujetos para ver si se ajustaba bien. Y, no… el mapa no se adaptó.
¡Menteeeeera! No sólo se adaptó, sino que pudo identificar zonas que no estaban en un lugar común.
O sea que un modelo predictivo derivado de una muestra que se reprodujo en otra muestra, podía usarse de forma individualizada.
One map to rule them all.
Un mapa que seguramente aún está verde, sí, pero que es un gran trabajo. Una gran ayuda que nos permite conocer un poco más sobre cómo somos y cómo funcionamos, no sólo muertos sino vivos, no sólo estáticos sino en movimiento. Porque está bueno saberse un poco más, y hacía demasiado que no dábamos un salto enorme en hacer un mejor mapa de nosotros mismos.
Y ahora sí, lo prometido: mapa, los chicos; chicos, el mejor mapa del cerebro humano hasta el momento.
Fuente: https://elgatoylacaja.com.ar/soy-el-mapa/